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Friday, June 1, 2007

"El día que me quieras" de José Ignacio Cabrujas

Anoche fui al teatro a ver El día que me quieras de José Ignacio Cabrujas. Era una vieja deuda que tenía conmigo mismo. La puesta en escena estuvo dirigida por Juan Carlos Gené con un elenco conformado, en su mayoría, por miembros del Grupo Actoral 80.
La pieza, aunque humorística a ratos, me ha conmovido. Héctor Manrique ha encarnado respetablemente todo el patetismo de Pío Miranda. Ha logrado suscitar en mí esa suerte de ambigüedad que nos produce nuestra relación con don Quijote, cuya sola presencia nos hace vacilar entre la risa y el llanto. La caracterización de Manrique tiene ese aire chejoviano que parece situarse en la delgada línea que separa el ridículo y la desgracia, sin ceder un ápice a uno u otro. No es simplemente una caricatura de la utopía, sino un testimonio de carne y hueso de un espíritu socavado por la esperanza de una nueva humanidad y la orfandad de su derrumbamiento. Es el prototipo de venezolano que, asqueado de subdesarrollo, busca una salida sin encontrarla. A decir verdad, es un fracasado, pero lleva con tal entereza su fracaso, sus ideales frustrados, sus sueños hechos pedazos, que demuestra una decencia incorruptible. Ibsen Martínez, en su prólogo a El día que me quieras, en la segunda edición corregida de Monte Ávila Editores (1997), acierta al decir que el personaje es un good-for-nothing. Sin embargo, es uno de esos buenos para nada cuyo sentido ético está por encima del del hombre promedio. Me recuerda un poco a la índole de hombres como el Marmeládov de Crimen y castigo, en aquel involvidable encuentro con Raskólnikov en la taberna: Vestía un viejo frac negro, completamente hecho jirones, con los botones caídos. Sosteníase, sin embargo, uno de ellos, y él se lo abrochaba con el visible afán de conservar el decoro. Y es ese mismo sentido del decoro lo que salva a los Pío Mirandas y los Marmeládovs del mundo. No sólo tienen conciencia de ser unos buenos para nada, sino que sienten por ello una infinita vergüenza. Se me figuran como semejantes a los mendigos de Londres, que son toda una institución. Recuerdo bien las palabras que, a propósito de ellos, dijo mi profesor Jaime López Sanz en la clase del jueves: Compadecerse de ellos es un insulto. No siento lástima por Pío Miranda. Sufro con él. Al final de la pieza, me dolió en los huesos la bandera roja con la hoz y el martillo que María Luisa―interpretada por Eulalia Siso―dejó caer suavemente sobre el banco del patio.


María Luisa: Quiero que se quede aquí. Hasta mañana. Por lo menos, hasta mañana.
Elvira: (Pausa) Es tu casa, María Luisa. Tú dispones.

María Luisa es la personificación del amor. Cree más en su novio que en el comunismo. Es por él que apoya la III Internacional y no es sino por amor a él que está dispuesta a renunciar a todo para irse a vivir a un koljosz. Lo acompañaría al fin del mundo, de ser necesario. Su ateísmo es una farsa que sostiene sólo por lealtad y admiración por su amado. No es una farsa, empero, que sostiene maliciosamente. Quisiera realmente creer en eso, pero su crianza y sus costumbres de la Caracas de principios de siglo XX la delatan a pesar suyo. No otra cosa se infiere de lo que le confiesa a Gardel.

María Luisa: (Tímida) Un día… pasa todo junto, y llega usted… Óigame… es un milagro… Yo sé que no hay milagros… pero se parece a un milagro… Mi prometido y yo… (Corrige) Mi compañero y yo… mi camarada y yo… (A Pío) ¿se puede hablar, ¿no? Mi camarada y yo… decidimos hacer un viaje, muy largo… ¿Comprende?

Por lo que respecta a la interpretación de Eulalia Siso, estuvo, a mi juicio, un tanto carente de ternura, sobre todo en su confidencia con Elvira, luego de la reconciliación de ésta con Pío:
María Luisa: Yo no sé de la revolución, Elvira. Yo sé de mí. Y a veces, me maravilla saber de mí. Me parece increíble mi propia adivinanza, Elvira. Todos los días… uno tras de otro… de domingo a domingo. A veces pienso que no va a volver y me da miedo… Pero está aquí todos los días a las doce y media, provisionalmente, avergonzado del almuerzo, diciéndome que no quiere molestar… No me ha tocado nunca. ¿Podrás creer que no me ha tocado nunca? En realidad, no recordamos nada. Vivimos para un día donde habrá justicia y se repartirá el mundo.
El personaje representa el tipo bien definido de la mujer venezolana de principios del siglo pasado, un tanto sumisa y amorosa en extremo, cuya felicidad depende, en buena medida, de la relación con su familia y su marido. Eulalia Siso no era del todo convincente, no era lo bastante sutil para mostrar un temperamento tan leve, tan delicado, tan frágil. Otro tanto podría decirse de Iván Tamayo en su personificación de Gardel. Además de que, al parecer, no podía hablar con acento argentino y proyectar su voz al mismo tiempo―no pude oír muchas de las cosas que dijo―, su caracterización adolecía de cierta afectación y falta de donaire que, para alguien como Gardel, habría de resultar tan natural como la respiración. Se diría que no estaba cómodo en la piel de Gardel y, por ello, creo que la personificación del mito perdió más de lo permisible en su actuación.
María Cristina Lozada logró ser Elvira. La cadencia de sus parlamentos, con los énfasis en las palabras en los momentos justos y el lenguaje corporal que secundaba apropiadamente la intencionalidad del personaje, estuvieron formidables. Su nostalgia era auténtica; sus ironías, contundentes; su amor malogrado y rencor por Raimundo Galárraga, impecable. Observé, con beneplácito, su destreza en las transiciones, pues Elvira es, sin duda alguna, el personaje más versátil de El día que me quieras. Y Matilde, en el cuerpo y la voz de Martha Estrada, era como una brisa fresca de hermosa puerilidad. Su ingenio e inocencia, de que a menudo carecen las mujeres de estos tiempos, tuvo un lugar privilegiado en esta excelente actriz. La energía de Martha Estrada no desmereció de la de Elvira, en un grandioso despliegue de juvenil espontaneidad y entusiasmo.
La escandalosa y reveladora embriaguez de Plácido Ancízar, su enternecedora camaradería con Pío Miranda, su paternal protección de la virginidad de Matilde; en fin, su honestidad desenfadada y picardía, hallaron una casa propicia en Basilio Álvarez, cuya presencia en escena era una energía extravagante, en el buen sentido. Era evidente que el actor lo disfrutaba en sumo grado, sin que por ello se volviese sainetero. No exageraba ni le restaba al ímpetu de su personaje. En una palabra, una interpretación redonda.
La puesta en escena, a cargo de Juan Carlos Gené, fue la apropiada. A ello se debe el buen ritmo de la obra y la estupenda escenografía―realizada por Freddy Belisario y tramada por Carlos Di Pascuo―de piso ajedrezado y dividido en tres partes bien delimitadas: sendos arcos en cada uno de los laterales y, en el fondo, un banco sobre el cual estaban suspendidos numerosas macetas y helechos que recreaban fidedignamente la acogedora intimidad de una casa colonial de la Caracas de entonces. La planta de movimientos, salvo algún que otro instante en que Plácido Ancízar era bloqueado por Gardel―lo cual, sin embargo, ignoro si fue error de Tamayo o de Gené―estuvo muy limpia. Me agradó en particular una secuencia durante la cual Plácido y Pío aguardaban a las mujeres y, entretanto, se produjo un largo silencio en el que, impacientes, tamborileaban con el respaldo del sofá. El mobiliario era no sólo representativo de la época, sino que tenía un aire de distinción que, sin embargo, no era excesivo. Si bien el vestuario de Eva Ivanyi era históricamente exacto, no fue extraordinario. Eché de menos una indumentaria que fuese el resultado de un estudio más minucioso de la época, en particular de los usos y la moda preferida por la clase social y la índole de personajes que se retratan en la pieza.
Sea como fuere, El día que me quieras no ha perdido vigencia en tanto radiografía de la venezolanidad y modus vivendi de una cultura que aún es víctima de sus propios mitos. Los complicados apellidos rusos que Pío Miranda no sabía pronunciar―Zinoviev, Kamenev, Trotsky, Rakovski―son los Chávez y los Barretos y los Chacón de ahora. Los nombres se han tropicalizado, la Unión Soviética ha desaparecido y la utopía no muere aún. Con todo, la pregunta que Cabrujas pone en boca de Matilde, igual que la extinta voz de Gardel, aún nos duele en los tímpanos:

Matilde: (A Pío) ¿Y es verdad que en Rusia todo el mundo es feliz?
Pío: (Huraño) Digamos que es distinto.