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Sunday, July 29, 2007

"Encuentro con Francis Rueda", de Francis Rueda

Ateneo de Caracas · Sala Horacio Peterson · Temporada: julio-agosto, 2007 · Teatro del Duende

Ficha artística

Lucrecia, Greta Garbo, Laurencia, Ramona, Medea, Clitemnestra, Clov, Brusca: Francis Rueda

Ficha técnica

Iluminación: Ernesto Pinto
Arreglo musical: Juan Pulía
Promociones: Hernán Colmenares
Asistente de Dirección / Diseño gráfico: Luis Iván Pinto
Producción: Teatro del Duende
Dirección: Gilberto Pinto


Sentir tudo de todas as maneiras,
vivir tudo de todos os lados,
ser a mesma coisa de todos os modos possíveis ao mesmo tempo,
realizar em si toda a humanidade de todos os momentos
num só momento difuso, profuso, completo e longínquo.

Fernando Pessoa [Álvaro de Campos]. A Passagem das Horas.

El teatro dentro del teatro no es algo nuevo. En Hamlet, los comediantes, a instancias del Príncipe de Dinamarca, escenifican la muerte del difunto padre del héroe a manos del nuevo Rey. Luigi Pirandello llevó las cosas aún más lejos en Siete personajes en busca de autor, Cada cual a su manera y Esta noche se improvisa. En piezas como Madre Coraje y sus hijos y La boda de los pequeños burgueses, de Bertolt Brecht, los actores salen de personaje para recordarle al público que están presenciando una obra de teatro. Influido por Brecht, al inicio de su Hölderlin, Peter Weiss pone en boca del héroe toda la farsa que se avecina, e incluso tiene la osadía de delatar el género de obra teatral que el público está por ver y no vacila en darle al reparto instrucciones acerca del modo en que han de interpretar sus papeles. Federico García Lorca, a su modo, prosigue la jugarreta en El público y Comedia sin título. Hace ya algún tiempo que, como lo hizo Cervantes con la novela y Baudelaire con la poesía, también el teatro se convirtió en un arte cuyo objeto es el arte mismo. Sólo era cuestión de tiempo para que una actriz subiera a escena para interpretarse a sí misma y a los personajes que, con el paso de los años, se han hecho parte de ella. Esta noche, en la sala Horacio Peterson del Ateneo, Francis Rueda ha hecho precisamente eso.
Encuentro con Francis Rueda es un monólogo confesional en el que la actriz, dirigiéndose al público, comparte con los espectadores los gajes de su oficio, cuenta anécdotas sobre los altibajos de su profesión y, a modo de collage, interpreta algunos de los personajes que, en cierto modo, constituyen la antología personal de su carrera artística. No se trata, en todo rigor, de una obra de teatro. Carece de trama, conflicto, desenlace y demás atributos que, tradicionalmente, constituyen un drama. La obra no está, sin embargo, del todo desprovista de un hilo conductor. Si se considera Encuentro con Francis Rueda como una especie de ensayo escenificado―no en el sentido teatral de la palabra, sino de género literario―, entonces las interpretaciones de los personajes que van apareciendo en escena sirven de ejemplos o «citas», si se quiere, que vienen a cuento para ilustrar los puntos que toca la actriz en su alocución. Del mismo modo que no basta que algo esté contenido en forma de libro para ser literatura, no puede esperarse que todo cuanto ocurra entre las cuatro paredes de una sala de teatro sea un drama. Algún contestatario podría argüir que se le vendió gato por liebre de no ser porque el título de la función es lo bastante honesto en ese sentido. Se trata de un encuentro con Francis Rueda y no de otra cosa. Más que una obra de teatro, he aquí un espectáculo en el que se hace uso de ciertos artificios teatrales para transmitir ideas sobre la actuación.
Una obra de esta naturaleza puede tener algún mérito en lo que respecta a su originalidad y el enfoque vanguardista que le es inherente. No obstante, trae consigo algunos problemas que, dada su temática, conviene destacar. En primer lugar, las piezas en que se ha problematizado el hecho teatral han surgido como iniciativa de los dramaturgos y, por ende, están estructurados de tal suerte que, aun cuando pareciera que la obra se desvía de su cauce, ese desvío no es más que parte de la trama y, por ende, estaba previsto. A nadie se le ocurriría pensar, una vez que ha bajado el telón, que El padre, La madre, La hijastra, El hijo, El muchacho, La niña y Madame Pace de Seis personajes en busca de autor, son, en efecto, personas reales que han entrado al teatro a solicitar que se lleve a escena el drama de sus vidas, aunque ésa sea la primera impresión que se tiene cuando irrumpen en el ensayo y, avanzando por el corredor central del patio de butacas, abordan al Director. La presunta «realidad» de tales personajes es la que entra en conflicto con el mundo ilusorio de que viven los actores, pero esa realidad no es la de los espectadores, sino que finge serla. Lo cierto es que esos seis inesperados visitantes son tan personajes como los caracteres que tan afectadamente interpretan los actores del reparto. Pirandello ha logrado engatusarnos, haciéndonos creer que ha creado un conflicto entre la realidad y la ilusión, cuando la verdad es que jamás ha abandonado el terreno de la ilusión. Es por ello que en su obra hay premisa, conflicto, carácter, peripecia, clímax, desenlace y todo cuanto atañe a una obra de teatro.
En otras piezas vanguardistas, lo que conforma su estructura no siempre está a la vista. La miopía de algunos lectores y espectadores de Esperando a Godot ha difundido la especie de que en esta obra no hay conflicto y que, bien mirado, no sucede absolutamente nada durante toda la pieza. A decir verdad, Beckett ha apostado por un conflicto que ni siquiera aparece en escena, lo que no significa que no exista. El conflicto, en este caso, es metateatral y se desencadena en cada uno de los espectadores lo bastante sensibles para percibir la orfandad de dos personajes que esperan por algo que jamás ha de llegar. Se podría decir, inclusive, que el hecho de que los personajes permanezcan ajenos al conflicto que socava al público agrava aún más el conflicto. Aquí se ha resemantizado la noción de conflicto en el sentido de que se han hallado nuevas maneras de crearlo, distintas de las tradicionales, y no, como algunos han creído, de suprimirlo.
Si hemos de admitir que es propio del arte conferir nuevo significado a las cosas, se entiende entonces que la Fuente de Marcel Duchamp―el urinario de porcelana blanca que, firmada por el apócrifo R. Mutt, incluyó en la exposición de la galería Grand Central de Nueva York, y de cuyo jurado formó parte―es una obra de arte. Así lo explica el artista:

Si el Sr. Mutt construyó o no con sus propias manos la Fuente no tiene ninguna importancia. Él la ELIGIÓ. Tomó un objeto de la vida diaria, lo reubicó de manera que se perdiera su sentido práctico, le dio un nuevo título y punto de vista y creó un nuevo significado para ese objeto.

Con todo, aún en este caso el artista―como ocurre también en todas las obras que he mencionado al inicio de mi disertación―ha elegido un objeto externo para presentarlo como obra de arte.
Francis Rueda, por el contrario, se ha elegido a sí misma, y no puedo menos de adivinar que este acto de vanidad sólo ha sido medianamente justificado por el hecho de que ella misma reconoce―tanto al principio como al final de la función―la vanidad que comporta el oficio de la actuación. El programa de mano también hace lo suyo por ensalzar el ego de la actriz pues muestra, en grandes caracteres, los rimbombantes adjetivos que emplearon los críticos en sus loas a las distintas interpretaciones de personajes que hizo Francis Rueda en otro tiempo y de los cuales nos ofrece una pequeña muestra en la función que nos ocupa. Es inevitable entrever un dejo de pedantería en quien prepara un espectáculo que parece una síntesis curricular. De no ser porque la actriz logra romper el hielo de tal manera que suscita la empatía del público, y fue lo bastante persuasiva para mostrar cuán difícil resulta ponerse en contacto con la otredad que buscan los actores en su desdoblamiento―al punto que, en alguna que otra ocasión, hasta se burlaba de sí misma, desmitificando así la percepción de vida glamorosa que suele tenerse de los actores―la función habría sido insoportable.
Ahora pasemos a lo que interesa: examinar lo que de más artístico tenía este espectáculo. Se diría que en una función en que se abusa tanto de la primera persona, y cuyo cometido parece ser mostrar las facultades proteicas de la actriz que la protagoniza, cada alter ego que se muestra al público debiera dar la impresión de un reparto numeroso. Sin embargo, no creo que Francis Rueda haya demostrado, en todo momento, tener la destreza camaleónica de la que parecía jactarse. Veamos, por separado, cada uno de los fantasmas que la poseyeron en orden de aparición.
La afectación desmesurada, al interpretar a la Lucrecia de la obra homónima de Gilberto Pinto, impregnó toda la sala de ese tufo de melodrama que ofende las fosas nasales de cualquier espectador respetable. Los exagerados movimientos que le impuso Gilberto Pinto, y el cadencioso e inalterable énfasis al decir los parlamentos, impedían el juego de la entropía en cada clímax del texto, lo que resultó en una manirrota caracterización de paroxismo monótono. Aplaudo, no obstante, la sutileza de las transiciones en las que la ultrajada Lucrecia, en su locura, volvía a la infancia y fingía jugar con la nana que otrora cuidaba de ella y ahora no era más que un cadáver más de la guerra de la independencia.
La Greta Garbo de Oficina nº 1 de Miguel Otero Silva era un cliché de carne y hueso, tan cursi como puede serlo quien insufla vida a un lugar común. Además, era poco verosímil, pues ni la voz ni los ademanes mostraron en escena la mugre espiritual de una mujer de esa índole y esa época.
El fantasma de Laurencia―Fuenteovjeuna, Lope de Vega―fue uno de los más privilegiados por la invocación de Francis Rueda. Los versos barrocos de «el Fénix de los ingenios» del Siglo de Oro español brotaban de los labios de la actriz con dicción e intencionalidad poco menos que impecables, con una energía dramática notable y conmovedora, y enfatizando las exclamaciones más selectas con la vehemencia y la indignación que reclamaba el terrible agravio sufrido. La encarnación de Francis Rueda ha estado a la altura de esta gran peripecia de Fuenteovejuna.
La Ramona de El rompimiento de Rafael Guinand, ese pintoresco personaje moralista que se alarma por las licenciosas costumbres a las que se abandonan los asistentes al cinematógrafo, al apagarse la luz, tuvo un eco fidedigno en Francis Rueda de pies a cabeza. El encorvamiento y la agudización de la voz demuestran un trabajo corporal y vocal muy interesantes.
Desafortunadamente, la Medea de la obra homónima de Jean Anouilh-Eurípides careció de esa fuerza visceral y solemne que merece un personaje trágico. El ritmo era apresurado, dadas las características del monólogo, y las transiciones resultaron un tanto bruscas. Cuando Medea daba voces, sólo era un sonido emitido por los labios, y no el desgarramiento de las entrañas que hace aullar al mundo entero. No es cuestión de decibeles, sino de interiorización del alarido, que el cuerpo de la actriz no mostró en lo absoluto. Es preciso comprender que en ese momento Medea ya no es Medea, sino una fuerza del mal de un poder destructivo terrible, nada de lo cual pudo Francis Rueda siquiera rozar. No creo que la decisión de incluir a este personaje en el repertorio haya sido la más acertada para una función como ésta. Puedo afirmar, sin un ápice de cinismo, que lo más interesante de Medea fue el instante de la despersonalización. Cuando la actriz cae de bruces en el suelo y, exiliándose de la enajenación, suelta un profundo suspiro y arquea las cejas para demostrar cuán agotada ha quedado por su interpretación, moviendo a risa al público, supera cualquiera de las transiciones hechas a todo lo largo de la función y, a mi modo de ver, dado el tremendo contraste entre un estado y otro, es ése el clímax―si alguno hubiere―del espectáculo.
A continuación, la Clitemnestra de La cátedra del humor es una interpretación de poca monta pues, a decir verdad, apenas funge como transición entre Medea y Clov. La fichera de cabaret apenas se limita a decir unas cuantas palabras y enseguida canta un bolero para que el público tome un respiro. Me parece que es un recurso formidable de que echa mano Gilberto Pinto para apaciguar la tempestad, pero, considerando su carácter más pragmático que dramático, apenas cuenta como caracterización de Francis Rueda en vista del conjunto.
El desamparo y la soledad, el superlativo dolor y la orfandad de Clov―Final de partida, Samuel Beckett―dio en el clavo. Francis Rueda, encorvada y con los brazos suspendidos como miembros muertos, dijo sus parlamentos con rostro casi inexpresivo, lo cual, paradójicamente, fue una muestra elocuente de un espíritu hecho trizas. Parecía estar más allá del dolor, en aquel rincón del alma donde los golpes de la vida ya han formado callos, y estremeció a la platea.
La altisonante tosquedad de Brusca, la rompefuego de Lo que dejó la tempestad de César Rengifo, fue un vuelco interesante. Francis Rueda pasó de un personaje enterrado en lo indecible a otro que hablaba hasta por los codos con esa irreverencia y color local propios de los populares y picarescos personajes de la guerrilla de izquierda. Gilberto Pinto tomó la sabia decisión de presentar la voz del personaje en off―su rasgo más característico―antes de que ocupara el escenario, creando con ello gran expectativa entre el público. El tono de voz y la gesticulación iban de la mano del talante desenfadado y altanero de Brusca que, fusil al hombro, vestía una braga y se mofaba de las señoritas oligarcas.
Ahora bien, pese a mis reservas tocantes a la interpretación de algunos personajes y a la cojera del concepto del espectáculo―en lo que se refiere a lo artístico―, hay que reconocer la versatilidad de Francis Rueda para intentar siquiera una propuesta tan ambiciosa como ésta. Para finalizar, sólo quiero decir algunas palabras más acerca de uno de los problemas que se hace evidente en Encuentro con Francis Rueda. Se requiere de un histrionismo tremendo para llevar a cabo una empresa semejante sin que algún espectador sagaz empiece a ver las costuras del método de trabajo de Francis Rueda. Quiero decir que, a la luz de las interpretaciones que se suceden una tras otra, es inevitable advertir ciertos patrones de actuación en la actriz. Uno de ellos―en mi opinión, el más grave―atañe a los recursos vocales de que se sirve Rueda para enunciar ciertas frases, en especial las de mayor fuerza dramática. La homogeneidad de la dicción, en tales casos, es el pecado original de un espectáculo que se propone ofrecer a la vista de los espectadores personajes tan dispares entre sí. Así, pues, es inadmisible que un personaje como Brusca, cuyo timbre y tono de voz son tan peculiares, incurra súbitamente en la misma cadencia y solemnidad de la Medea o la Lucrecia que habíamos visto hacía pocos minutos en escena, lo cual vuelve al personaje no sólo inverosímil, sino que delata las limitaciones de una actriz en puntos álgidos de su caracterización. En lo que respecta al texto de Francis Rueda, creo que habría sido más interesante si hubiese evitado los lugares comunes tan trillados sobre el oficio de los actores. Todo aquello de «huir de sí mismo» y «vivir otras vidas» era un tanto predecible.
A pesar de todo lo dicho, me place la originalidad de Encuentro con Francis Rueda, pues ya va siendo hora de que el público venezolano empiece a ver algunas de las cosas que ocurren tras bastidores. Gilberto Pinto haría bien en cuidar de que un espectáculo de reflexión sobre el teatro no termine siendo un simple vodevil.

Caracas, 29 de julio, 2007.

Tuesday, July 24, 2007

"La boda" de Bertolt Brecht

Ficha artística

Novia: Yasha Alva
Novio: Hiwerght Hidalgo
Padre: Jesús Das Merces
Madre: Sheila Beltrán
Hermana: Yuruby Soto / Geraldim Ascanio
Señora: Dayana López / Yuraima Dávila
Marido: Orlando Chirinos
Amigo: Rafael Calleja

Ficha técnica

Diseño gráfico: Jesús Das Merces
Diseño de iluminación: Lourdes Soto
Vestuario: Creación Colectiva
Operador de audio: María Gutiérrez
Asistencia de escena: Edimar Brando / María Gutiérrez
Producción general: ENEACR
Productores: Jesús Das Merces / Ignamar Malavé / Edimar Brando / Orlando Chirinos / María Gutiérrez
Productores: Yuruby Soto / Fernando Moreno
Voluntarios: Dayana López y Geraldim Ascanio
Asistente de dirección: Edimar Brando
Dirección: Francisco (Paco) Díaz

¿Por qué hemos de ir siempre al teatro a ver lo que pasa y no lo que nos pasa?

Federico García Lorca. Comedia sin título.

La tarde del viernes 20 de julio volví a la Escuela Nacional de Artes Escénicas César Rengifo. Me place ver las funciones de graduación de los estudiantes de teatro. Si bien el público asistente está compuesto, en su mayoría, por familiares y amigos de los actores―y, por ende, la benevolencia y empatía del entorno dista mucho de la que se respira ante un auditorio atestado de extraños que han pagado su butaca para ver una obra en cartelera―, sin embargo es entonces cuando los estudiantes ponen a prueba el aprendizaje que, en el curso de tres años, ha moldeado su talento actoral, y también, en el peor de los casos, el momento decisivo para saber si alguno hubiere. Aunque me temo que no siempre es del todo visible, de vez en vez uno puede atisbar la gestación de un artista. Y esto, por sí solo, bien merece la pena.
La boda de los pequeños burgueses de Bertolt Brecht-que aquí llevaba el nombre de La boda simplemente-no es
una pieza fácil. Sólo un fino olfato para la sutil ironía advertirá todo lo que está en juego cuando son las máscaras del teatro las que descubren el rostro oculto tras el antifaz de la hipocresía de la sociedad. Algunas mentes constipadas no verán en ello más que una comedia ligera en que, durante una fiesta de bodas, parientes y amistades se ensañan los unos contra los otros, como un vivo retrato de las extrañas relaciones que los atan. La celebración de las nupcias es apenas el pretexto de la voz estentórea que subyace a los meros parlamentos. La complejidad de las relaciones humanas; los inconvenientes del parentesco; en una palabra, todo cuanto de cuestionable, a los ojos de la moral, lleva cada cual en lo más hondo de sí: tal es el espejo que Brecht pone ante los ojos del público. No es de extrañar que algunos desvíen la mirada. El dramaturgo lo había previsto.

Padre: Los escritores modernos ensucian tanto la vida en familia, y eso ha sido siempre lo mejor que hemos tenido los alemanes.

En La boda se exhibe con descaro exquisito todo aquello que el pudor calla: los bajos instintos, lo que a menudo pensamos de nuestros allegados más cercanos, la mugre que ocultamos para tener un lugar en la mesa. Así las cosas, el enfado o la risa parecen ser las únicas dos reacciones posibles de la platea. Un espectador moralista abandonaría la sala no mucho después de comenzada la función. Un espectador desenfadado estallaría en carcajadas, como lo hicieron el viernes casi todos los concurrentes. Y, no obstante, bien puede decirse de La boda lo que García Lorca, a propósito de Sueño de una noche de verano, puso en boca de uno de los personajes de su Comedia sin título:

Autor: La gente puede llorar con el «Otelo» y reír con «La fierecilla domada», pero no entienden «El sueño de una noche de verano», y se ríen.
[1]

Infortunadamente, el grueso de nuestro público es aún demasiado lego y conservador para reaccionar de algún modo que no se restrinja a una dicotomía semejante. Con frecuencia alarmante ha insultado mis tímpanos el estallido de carcajadas que ha desatado la muerte de un personaje durante el clímax de un drama. Me entristece pensar que el propósito del incomprendido Brecht―esto es, mitigar la respuesta emocional del público para obligarlo a pensar, que no otro es el leit motiv del «distanciamiento» de su teatro épico―suele pasar desapercibido. Y es aún más lamentable hacerse a la idea de que al espectador común le repugna que se pretenda enseñarle algo.
Ahora bien, no estoy en posición de saber si la elección de la pieza sea la más apropiada para quienes tan sólo empiezan a abrirse camino en las tablas, pero, tratándose de una comedia de la pluma de Bertolt Brecht, resulta un desafío interesante para los jóvenes actores, tanto más cuanto que el autor no es sólo una de las figuras más representativas de la vanguardia teatral de principios del siglo XX, sino también un teórico de las artes escénicas cuya obra tuvo una gran influencia en sus sucesores hasta nuestros días. Sea que la escogencia de la pieza obedezca a una predilección por el dramaturgo, sea que pretendía medir qué tanto podían hacer con tamaña empresa, está claro que el profesor y director de teatro Paco Díaz ha puesto a sus alumnos en un aprieto. Intentaré explicar, no sin cierta condescendencia, qué hicieron ellos al respecto.
He dicho condescendencia pues, además del reto que comporta llevar a escena cualquier pieza de Brecht, en el caso particular de La boda hay ciertas dificultades que conviene destacar. En principio, el aire de cotidianidad que se respira a todo lo largo de la obra, la vehemente dinámica de las escandalosas intimidades que el pudor de la familia y sus allegados en vano pretenden ocultar, ameritan de un elenco lo bastante experimentado para dar la ilusión de una espontaneidad sin la cual la comedia estaría destinada al fracaso. Dejemos a un lado el hecho de que a Brecht le agradase romper la ilusión teatral en los instantes más álgidos de sus obras―verbigracia, en Madre coraje y sus hijos y en la propia obra que nos ocupa, al poner en boca del Amigo el paso del teatro a la realidad, ese turning point que parece decirnos: «estimado público, ha llegado el momento de devanarse los sesos», lo que a su vez convierte al hasta entonces personaje en actor, delatando así su condición de farsante―. A pesar de esto, decíamos, el caso es que esta interrupción de la farsa no es posible si el espectador no ha llegado a un punto en que toma la historia que está presenciando como verdadera. La fingida espontaneidad, particularmente en una obra como ésta, es el imprescindible artificio que ha de llevar al paroxismo una reunión familiar de esta índole, so pena de perder la verosimilitud que amerita el espectador para, llegado el momento, despertar del sueño. No es sino entre el sueño y la vigilia donde la obra de Brecht cobra su mayor fuerza, porque es del paso de un estado a otro de donde ha de cosechar sus mejores frutos. Brecht es un artífice de la duermevela, esa medianía que relativiza todas nuestras preconcepciones, y el único terreno donde la pedagogía de su dramaturgia sube al podio para dar sus clases magistrales. Quienquiera que ignore esto, estropeará el espíritu de sus piezas, y, por ende, no está a la altura de ellas.
Otra dificultad de la representación de La boda estriba, a mi juicio, en que la abundancia de transiciones, intencionalidades y reacciones que han de tener los personajes―y particularmente en la propuesta de Paco Díaz―exige del reparto un grado de prolijidad e histrionismo que suelen alcanzarse sólo después de largos años de vida artística e incluso, a mi modo de ver, tras haber cursado alguna que otra asignatura en la Universidad de la Vida. No estoy seguro de que un joven, quien sólo ha tomado parte como prole en el enmarañado juego de poderes que suele suscitarse en las familias, sepa a ciencia cierta lo que implica estar en los zapatos de sus parientes en esta batalla de roles. Por buena que fuese la interpretación del actor, tan sólo se aproximaría a la imagen que tenemos de tales parientes, pero dudo que se adueñe del todo de un personaje que ha visto sólo en tercera persona. Se me refutará que no todos los personajes de La boda son representativos de los tipos humanos que encontramos en la mayoría de las familias, sino más bien hipérboles de tales caracteres. En lo personal, credo quia absurdum. Nos guste o no, todas las familias son como la de La boda en acto o en potencia, y, en algunos casos, aún peores.
Un problema digno de consideración se halla, por cierto, en la índole de personajes que aparecen en la obra. Aún cuando sus caracteres están bien definidos, se suma a ese grupo de piezas sin protagonista visible en las que el dramaturgo parece tener la intención de poner de relieve un asunto de orden social. No es fortuito el hecho de que Brecht designase a sus personajes con nombres genéricos―Padre, Madre, Joven, Amigo, etc.―, lo cual sugiere a unos seres un tanto despersonalizados y, por ende, especies de alegorías o tipos humanos más o menos generales. Para bien o para mal, la madre es, en cierto modo, todas las madres, y así sucesivamente. Aunque disímiles entre sí, obedecen a una visión universal de tales roles. En este sentido, el cometido de La boda se asemeja al de obras como Fuenteovejuna, Las brujas de Salem y Art. Más allá de las discrepancias que puedan hallarse entre unas y otras, o de la atención que merezca algún personaje en cierto momento, el conjunto de sus personajes representa un todo―¿acaso ha de soprendernos que, en lugar del nombre de un personaje, la primera de las piezas mencionadas se llama como el pueblo?, ¿no hay en la segunda acaso una denuncia social como en la primera?, ¿y no se ocupa la tercera de invitar al público a reflexionar sobre nuestra postura frente al arte, más que en las historias individuales de los personajes?―todo lo cual refleja los conflictos de cierta comunidad más que de exaltados protagonistas.
Quiero concluir esta larga digresión poniendo de relieve, por último, el profundo sentido crítico de La boda. Si los actores no han interiorizado que la trama de las ideas que se ponen en marcha en la pieza tiene un peso igual o mayor que la que gobierna los seres que interactúan en el escenario―tan es así que cada personaje encarna, por así decirlo, un punto de vista en ese debate escenificado―, difícilmente podrán conocer como es debido a los personajes que están llamados a interpretar. Más que personajes, son ideas las que están en conflicto, cuyas peripecias harán las delicias de un auditorio lo bastante culto o curioso para disfrutarlo. Así, pues, el dramaturgo se mofa de la familia tanto como de sí mismo cuando el Marido sentencia que Baal, de la autoría del mismo Brecht, es una porquería, como si con ese comentario aquél se vengara de la mala imagen que de la familia muestran los escritores modernos. Con ello, el dramaturgo da muestras de un espíritu crítico y autocrítico tan rico como el que demostró Cervantes durante el escrutinio de la biblioteca de don Quijote por parte del cura y el barbero, durante la cual Galatea queda en esa especie de limbo en el destino de la literatura y pasa a engrosar los títulos de la repisa del cura. Es menester que el reparto de piezas como La boda tenga ciertos apetitos intelectuales y reflexivos―o, cuando menos, una buena disposición a meterse en camisa de once varas―para recrear en escena todas las ingeniosas sutilezas que un dramaturgo como Brecht ofrece a manos llenas cuando abre su Caja de Pandora.
Se me reprochará, por el tono sentencioso de mis palabras y no sin cierta razón, que no se puede esperar que los actores―ni aun los profesionales―tengan que quemarse las pestañas para conocer todos los pormenores del arte poética de un autor. De acuerdo, pero ¿no se ha distanciado ya bastante el oficio del actor del espíritu de los textos dramáticos para esperar de aquéllos, cuando menos, un mínimo conocimiento de causa? El haber presenciado una versión del Sueño de una noche de verano que incluía una coreografía acompañada de música de rap me inclina a creer que sí. No creo descabellado afirmar que la libertad creativa de los unos no debiera ir en detrimento de los fines estéticos del otro. De lo contrario, que los actores escriban lo que quieran interpretar, que yo no veo a los dramaturgos empolvándose en los camerinos.
Pero cantemos, como dice Virgilio, cosas más altas. Paco Díaz, el director de la función del viernes, es un urdidor de entropías. Se complace tejiendo toda suerte de incertidumbres y hace de las suyas con las expectativas del público. Las historias que han llegado a mis oídos de su labor pedagógica y artística me conminan a especular que es uno de los directores de teatro más consecuente en la búsqueda de asombro en el público. No me corresponde decir aquí―y no podría aunque quisiera, pues lo ignoro―si esta cacería de estupefacción es buena o mala per sé. Lo cierto es que se deleita alarmando al auditorio. A pesar suyo, se ha interrumpido algún ejercicio de clase porque una de las hojas en llamas que, a oscuras, arrojaba a las cabezas de los actores le ocasionó una leve quemadura a uno de sus alumnos. Discípulo fiel de la tradición del TET, la cosmovisión estética de Díaz consiste, en buena parte, en la construcción del extrañamiento. Es célebre la anécdota sobre la vez que puso en escena a una mujer de superlativa obesidad, que llevaba puesto un alarmante tutú, a mecerse delicadamente en un columpio. No sé si llamar kitsch intencional―como sé es el caso de Bruno Mateo, quien defiende abiertamente su fascinación por el mal gusto―a la inclinación de Díaz por lo grotesco, pues he sabido de imágenes que ha concebido para la escena que desmienten una predilección exclusiva por lo feo. Creo que lo suyo es más bien una exploración de las tierras vírgenes de la representación para provocar en el espectador esa inercia tan particular que suscita en nosotros lo impredecible. Y es que la puesta en escena que ha tramado para La boda no es una excepción.
La escenografía―a cargo del director, presumo, pues no se indica en la ficha técnica―era la apropiada tanto para la obra como para la propuesta. Una larga mesa, con siete comensales de cara al público―sentados, según el caso, junto a su respectiva pareja― y sendos lugares para el padre y la madre en los extremos, dominaba el centro del escenario. La disposición de los comensales ha sido un acierto como referencia visual de la jerarquía y las relaciones de los personajes. Un armario en el lateral izquierdo y un sofá en el derecho no sólo cumplían una función estética, sino que tuvieron su momento de atención que, por cierto, contribuían a las peripecias del conflicto. Merece un reconocimiento especial el falso tabique, colocado detrás de la mesa, y en cuyo centro había una ventana con cortinas. Además de insinuar la existencia de dos entornos en el interior de la casa―donde ocurren, por cierto, cosas insospechadas a espaldas de los personajes que permanecen en el comedor―resulta innovador como recurso visual―con un dejo de delicioso voyeurismo―que privilegia la salida de los personajes, tras la cual solían hacer desmanes. Otra de las funciones del tabique―que, sin duda, celebro―es que permite abolir la monotonía escénica en que podría incurrir una pieza cuya trama tiene lugar en un solo espacio de la casa. Aplaudo la madurez conceptual y visual que dio vida a semejante artificio. He aquí a un director que, sin excederse, aprovecha todos los recursos de que dispone y la perspectiva del público para brindarles una mirada casi omnisciente de las secuencias. Y el «casi» de que hablo es de suma importancia, pues el no verlo todo sino lo que se avecina cuando algún personaje hace mutis, permite que el público dé rienda suelta a su imaginación y especule sobre alguna sub-trama pintoresca que tiene lugar en los espacios que escapan a su campo visual. Aunque de poca importancia si se considera el contexto, el único detalle que me incomodó fue que, a la izquierda de la ventana, colgaba una pintura y no había una segunda del otro lado que la contrapesara para mantener el equilibrio escénico. Una pintura colgada a la derecha de la ventana habría sido la guinda en el pastel de la escenografía, que, por lo demás, estuvo formidable.
La planta de movimientos, en que abundaban innumerables transiciones bruscas, con recurrentes momentos de tensión en que algún personaje zahería a otro con cierto comentario despectivo, al que sucedían de inmediato las estrepitosas carcajadas de todos, como si hubiese sido una broma, ha sido un acierto en tanto recurso para poner de manifiesto el subtexto de La boda. Esto es, el conflicto que tiene lugar entre algunos parientes o amigos y sus contrafiguras en un contexto de tensa cordialidad como suele pasar en las reuniones sociales. Pero también hay un sub-conflicto, por así decirlo, y es la lucha interior de cada cual por contenerse de leerle la cartilla a sus allegados para salvar las apariencias en una ocasión tan especial. Digo que las transiciones marcadas por el director son efectivas porque reflejan elocuentemente el talante histérico de casi todos los personajes, y que se manifiesta en toda suerte de estallidos emocionales, como de personalidades bi-polares con recurrentes brotes de agresividad pasiva. Así, pues, de principio a fin la trama se desplaza, como un funámbulo, por la delgada línea que separa la concordia y la discordia, equilibrando la balanza con resentimientos inusitados y súbitas reconciliaciones. Es esto precisamente lo que le dio a la función ese peculiar ritmo de entrecortado in crescendo que, llegado el momento, devino en paroxismo y, a la postre, en el caos. Es una pena que―salvo las de la Madre, interpretada por Sheila Beltrán, cuya versatilidad era impresionante―las transiciones de la mayoría de los actores, tanto en el ritmo como en la intencionalidad, no estuviesen a la altura del concepto del director en este punto específico. No era nada fácil, claro está, pues ello habría ameritado una verdadera coreografía de gestos faciales y corporales perfectamente sincronizados con cronómetro, y, por parte de los actores, una superlativa administración de la energía, por decir lo menos. El resultado habría sido prodigioso. Creo que este elemento de la propuesta requería ensayos más exhaustivos y una disciplina férrea por parte de los actores. Paco Díaz ha debido comprender que la ambiciosa naturaleza de semejantes transiciones ameritaban que él se convirtiera no ya en director de teatro, sino en director de orquesta con batuta en mano, de modo que en la polifonía de intencionalidades tan abruptamente interrumpidas no desafinara un solo rostro, que todos los actores fuesen al mismo compás para que la sinfonía tuviese un mejor acabado.
La interpretación que de la Hermana hizo Geraldim Ascanio careció, por desgracia, de la sutileza que precisaba su seducción del Marido de la Señora. En lugar de un flirteo más velado que había de exasperar a la agraviada, Ascanio fue desmesurada en su coquetería y de una sensualidad más bien ramplona, si es que alguna hubo y no he incurrido en eufemismo. Una prudente mitigación de sus avances hacia el Marido―aún más tomando en cuenta que la Señora ocupaba el asiento que estaba entrambos, de modo que el flirteo ocurría en las narices de ésta―habría hecho su interpretación más creíble y disfrutable, pues habría contado entonces con la discreción que le hacía falta para que el atrevimiento fuese aún más desvergonzado. Por otro lado, la brusquedad de los ademanes, tan caricaturescos y estereotipados―que le he visto hacer también en Las bodas de Miau―me hace pensar que es una actriz a quien la personalidad le estorba para hacer su trabajo. Quiero creer que estoy equivocado y que se trata tan sólo de una fase, pero la conozco lo suficiente para ponerlo en duda. Espero con impaciencia el día en que Geraldim Ascanio me desmienta en proscenio.
La Novia que vi en escena era una niña mimada que, tras los desaires que le hacía el Novio, hacía pucheros y se sacudía como a punto de hacer un berrinche. Esa interpretación del personaje, por parte de Yasha Alva, tiene un alto grado de comicidad pero una corta vida. It gets old, como dicen los anglosajones, y no hay que abusar de la propensión a risa del público. Pronto me aburrí de esas muecas, que por lo demás daban al traste con la posibilidad de conflicto que ofrecían esos presuntos agravios, y poco me interesan las reacciones que distraen o tergiversan los conflictos de la trama.
El clímax de la actuación de Rafael Calleja, quien hizo el papel del Amigo, fue la escandalosa tonada que cantó a todo pulmón para vergüenza de la Novia. Su condición de irreverente embriaguez, a pesar de que parecía olvidarla a ratos, logró su cometido: descalabrar la fiesta de una vez por todas y destruir hasta el último vestigio de decoro que podía quedar entre los presentes. El joven Calleja, a quien he visto en al menos tres obras, ha sido consecuente en la energía que le pone a sus personajes. A mi modo de ver, no obstante, aún arrastra un par de limitaciones que, de ser superadas, podrían abrírseles muchas puertas. La primera es que, como ocurrió en El aniversario, aún se ve muy joven en escena. Le vendría bien pulir sus caracterizaciones en esos detalles nimios como la postura y los gestos menores que, sin embargo, tienen mucho peso para la presencia de un personaje. La segunda es que su repertorio de gestos y lenguaje corporal adolece todavía de restringidas posibilidades. Lo he visto repetir lo que parecen ser fórmulas gestuales, con pocas variantes, al hacer su Coéfora en Las bodas de Miau y el Shipuschin de El aniversario. Confío en que la experiencia y la perseverancia que ha demostrado hasta ahora habrán solventado estos problemas en un futuro no muy lejano.
No sé muy bien cómo abordar el trabajo actoral de Orlando Chirinos. Exceptuando las gafas y el peinado, que al fin y al cabo son meros accesorios, tuve la sensación de que Orlando Chirinos hizo el papel de Orlando Chirinos. Parecía estar bromeando en escena como lo ha hecho en los camerinos cuando finge ser algún personaje pintoresco. No descarto que haya caracteres muy semejantes, tanto en ademanes como ánima, parecidos a los del individuo que les da vida, pero debiera haber suficientes rasgos que expresen la otredad que se ha apoderado del cuerpo de que hace uso. No es el actor quien ha de tocar a su personaje como a un instrumento, sino el personaje quien ha de gobernar el cuerpo y la energía del actor de modo que de él brote la melodía anhelada. Con una caracterización casi nula, transiciones francamente flojas, sin solemnidad alguna al momento de hacer el brindis―que es nada menos que el clímax de este personaje en particular―, y al parecer conteniendo la risa durante sus disputas con la Señora, fueron pocas las notas musicales que Chirinos me hizo oír. De todos modos aguzaré el oído en su próximo concierto.
Dayana López, como la Señora, evitó que hiciera origami con mi programa de mano de puro aburrimiento, pero no logró que me arrimara al borde de mi asiento, expectante. Entreví no pocas gesticulaciones de la Atenea de Las bodas de Miau en sus reproches al Marido y la misma titubeante sensualidad de La muerte en el montaje que hizo Carlos del Castillo de El mundo me queda pequeño. Sin embargo, su dicción y proyección de voz son de las mejores que he oído―tanto en esta obra como en otras―y su nivel de energía no es nada desdeñable. Una buena poda de redundancia gestual la beneficiaría como actriz lo mismo que a Rafael Callejas. Estoy seguro de que puede mucho más de lo que ha mostrado en escena.
Jesús Das Merces, quien interpretó al Padre, resolvió la condición de ceguera que Paco Díaz le impuso, pero su trabajo actoral, en conjunto, no fue tan innovador como en El aniversario. Sé que el actor ha estado, a un tiempo, dirigiendo Las bodas de Miau, colaborando en la producción de otras obras y actuando en El aniversario y La boda. Se explica que esa carga de trabajo afectara alguna de sus faenas, pero no se justifica. Das Merces no estuvo mal en escena, pero tampoco sobresaliente. De cualquier modo, captó la esencia del Padre que el director concibió para la propuesta. Se diría que la ceguera es una decisión arriesgada, pero creo que ello le permitió a Díaz enfatizar el hecho de que ese personaje estaba un poco al margen de lo que sucedía en el transcurso de la función. Mientras un sinnúmero de intrigas y conflictos envuelve a los demás personajes, el Padre es el único que, contando sin cesar las latosas anécdotas de la familia, se divierte a expensas de los demás con cierta inmunidad.
Al Novio, encarnado por Hiwerght Hidalgo, se le privó de todo parlamento. Esta osada decisión del director, sin embargo, no perjudicó la interpretación pues Hidalgo dio muestras de una elocuente gravedad en escena que hacía de la palabra hablada algo innecesario. Como su Padre, parecía estar un tanto por encima del lío, sufriendo con estoicismo la destrucción del mobiliario que había hecho con sus propias manos, las enervantes correcciones de la Madre y los tediosos reproches de su esposa. Era interesante ver cómo estos dos personajes, el Padre y el Novio, salían airosos del desastre en que estaban inmersos desde dos posiciones diametralmente opuestas: aquél, tomando a broma todo lo que ocurría a su alrededor, y éste, con la actitud flemática de un peculiar gentleman. Lo que me gustó particularmente del trabajo de Hidalgo es que la superlativa seriedad de su personaje no era producto de la indiferencia, sino de una rigurosa mesura, pues aunque se mostraba importunado por los embrollos que ocurrían, jamás perdió la compostura y su dignidad permaneció intacta hasta el final.
No creo exagerar al decir que la Madre, en el cuerpo de Sheila Beltrán, fue lo más revelador de la función. En las transiciones del principio, en que los personajes pasaban de la seriedad a la carcajada a toda prisa, fue ella la que más se acercó a lo que el director, según parece, tenía en mente. Tuvo a su cargo, además, otras muchas transiciones en que, con una presteza admirable, pasaba del enfado a la risa enloquecida y, por último, a una seriedad que insinuaba una melancolía en ciernes. En especial me llamó la atención una larga secuencia durante la cual ella permaneció absolutamente inmóvil en el extremo de la mesa mientras la fiesta desembocaba en un caos. Este contraste, que es otro de los aciertos de Paco Díaz, no habría sido posible de no ser por una actriz como Sheila Beltrán, cuya expresividad, aún en la quietud, era toda una proeza. No titubeo al decir que fue obra suya el instante más poderoso de toda la función. Me refiero al momento, luego de la escandalosa canción que entonó el Amigo, en que la madre se puso de pie y lo besó en los labios apasionadamente. La fuerza de ese instante parecía romper el terrible silencio de esta mujer que, luego de ese gesto, hizo mutis en un estado de tristeza y resignación profundamente conmovedor. Parecía como si el mundo, la vejez, la pérdida de su hijo y todos los indecibles dolores de esta mujer le hubiesen caído encima en ese preciso instante. He aquí cómo un personaje, que podía haber pasado desapercibido, se convierte en el centro de la atención justamente por su insignificancia.
Por último, agregaré que me gustaría que esta adaptación de La boda―pues no es otra cosa, y así ha debido aparecer en el programa―estuviese en cartelera, toda vez que se hiciera algún que otro cambio en el elenco o se torturase a los actores durante algún tiempo con ensayos implacables. De ser así, yo sería el primero en comprar un boleto.

[1] García Lorca, Federico. El público y Comedia sin título. Seix Barral. Barcelona, 1978. Pág. 337.

Monday, July 9, 2007

"El aniversario" de Antón Chéjov

La tarde del sábado, en la Escuela Nacional de Artes Escénicas César Rengifo, asistí a la representación de El aniversario de Antón Chéjov, una de las funciones de graduación que, todos los años, ofrece esa casa de estudios al público general. El elenco estaba conformado por un grupo de estudiantes que cursa el último año de estudios teatrales y de cuya participación depende la culminación de su formación artística.
La escenografía era simple y cumplía su cometido. En el lateral izquierdo, en primer plano, un escritorio sobre el cual reposaba una vieja máquina de escribir rodeada de papeles y carpetas apilados, desde donde Jirin intentará en vano redactar el informe del banco que habrá de leer su jefe en su importante discurso con ocasión del aniversario de la empresa. En el centro, en segundo plano, el austero escritorio de Shipuschin, sobre el cual reposaba un reloj que daría cuenta del paso del tiempo en la obra. A la derecha, en primer plano, un sofá y, en el fondo a la derecha, tras una cortina, el escritorio de la secretaria.
La tensión de Jirin se sintió desde el principio. Al momento de la entrada del público, el personaje―interpretado por Jesús Das Merces―, de pie junto a su escritorio, fruncía el ceño, inmóvil, mientras observaba, al parecer un tanto irritado, la entrada de los espectadores que, torpemente, buscaban sus asientos. Tuve la sensación de que nuestra llegada le importunaba, lo cual venía muy a cuento para el argumento de la pieza. La sólida caracterización de Das Merces ilustraba su interpretación, nada desdeñable, del peculiar Jirin. El cuerpo encorvado, con pausados y temblorosos ademanes de agotamiento, mascullando entre dientes sus arengas en voz baja con un remoto acento español mitigado por el calor del trópico―como el de un inmigrante que llegó de ultramar hace años y aún no pierde del todo el modo de hablar de la madre patria―, cogía una taza de café, con mano trémula, como a punto de sufrir un colapso nervioso, y transmitía con lenguaje corporal elocuente toda la inmundicia de su exasperante situación. Una transformación notable para un joven actor, cuya índole y carácter son tan de otra naturaleza, que expresó de modo interesante el espíritu del irritable Jirin. Salvo algún que otro momento en que trasgredió la lentitud del ritmo del personaje―por ejemplo, el instante en que se apresuró para devolver a Merchútkina el zapato que se le había quedado―, Jesús Das Merces ha demostrado potencial histriónico.
No así los otros actores del reparto, me temo, a excepción, tal vez, de Thalia Estrada, en quien, sin embargo, se advertía una brecha entre la edad e índole de su Merchútkina y el cuerpo que la encarnaba. A ratos era evidente o bien la presencia de la actriz joven fingiendo una edad y un talante que le eran ajenos, o bien una caricaturización nada feliz de una anciana pedigüeña. Me habría gustado ver a una Merchútkina que importunase sin despilfarrar tanta energía. Una Merchútkina que hiciera desesperar a los otros personajes sin querer ser fastidiosa, sino que la sutil insistencia hiciera el trabajo por sí solo. Ello lo habría logrado una actriz con mayor experiencia y conocimiento de los mecanismos intrínsecos que rigen la interacción de los personajes. Además de las dificultades que tuvo Estrada para adueñarse de la voz de su personaje―que, por lo demás, no era distinta del lugar común de la anciana de timbre chillón que el cine y la televisión han divulgado como estereotipo―adolecía de afectación en demasía, al tiempo que, mientras algunos de sus ademanes insinuaban el lenguaje corporal de una mujer mayor, a menudo se desplazaba por el escenario con la energía de alguien mucho más joven. Inconsistencias como éstas, a la par de un ímpetu acaso excesivo que delataba su intención de ser graciosa a como diera lugar, no sólo le restaban fuerza a la interpretación de Thalia Estrada, sino que hacían de la presencia de Merchútkina un evento anecdótico, a lo sumo, en lugar de la peripecia o turning point que contribuye a llevar la pieza hasta el paroxismo, como pretendió Chéjov. Si la insoportable insistencia de Merchútkina colmó el límite de la paciencia de Jirin y Shipuschin, no fue tanto por la interpretación de Thalia Estrada por sí sola, sino por la reacción de sus compañeros actores. Puesta en manos de compañeros que reaccionasen con menos vehemencia, Merchútkina apenas habría sido una piedra en el zapato de sus contrafiguras.
El Shipuschin de Rafael Calleja dejó mucho que desear. No hubo caracterización alguna que mostrase a un director de banco. Se veía demasiado joven en escena, un tanto fuera de su pellejo; en una palabra, una interpretación de colegial. Para colmo, el saco que llevaba le quedaba grande, haciéndolo ver como un chiquillo que ha entrado a hurtadillas en el guardarropa de su padre para probarse algunas prendas y jugar a ser grande. Su lenguaje corporal y energía eran de una adolescencia tal que hacían su interpretación inverosímil, por decir lo menos. No emanaba ni la autoridad ni el donaire de la investidura del personaje y, junto a Jirin―especialmente en los momentos en que éste le hablaba en tono amenazante―parecía un niño de pecho.
Yolimar Paiva, quien hacía el papel de Tatiana, ha dado una clase magistral de todo cuanto no se debe hacer en materia de dicción. Además de que no se le entendía una palabra de cuanto decía―los pocos que siguieron mejor el hilo de sus parlamentos conocían el texto de Chéjov―, hablaba de modo tan veloz y monótono que casi no hacía énfasis en frases que lo ameritaban. Naturalmente, si a esta ametralladora de palabras se le suma el ridículo y exagerado contoneo que mantuvo durante toda la pieza―incluso cuando no se desplazaba en escena―y la corpulencia de la actriz, era de esperar que Tatiana se quedara sin aliento, como en efecto ocurrió no pocas veces, lo que, en conjunto, resultó en un desastre. Jamás he visto semejante disparate, de lo cual, sin duda, son responsables los directores Orlando Chirinos e Ingnamar Malavé. A la salida, al preguntarle a Chirinos sobre la dicción de Yolimar Paiva, dio muestras de no entender lo que le decía y se excusó diciendo que, como él conocía el texto, no se había dado cuenta. ¡He aquí a un co-director que no le da importancia a este grave problema sólo porque conoce el texto! En otras palabras, he aquí a un co-director que no sabe ponerse en el lugar de los espectadores.
Conviene decir alguna cosa más respecto a los co-directores, pues su condición de estudiantes no los exenta de ser responsables de sus errores, que por abundantes que fueron, no me detendré aquí a comentar pormenorizadamente, salvo uno en particular. He sabido por los actores―pues su nombre no aparece en el programa de mano―que la dirección de la pieza fue asesorada por el profesor Arnaldo Mendoza, otrora miembro del Taller Experimental de Teatro (TET). Pues bien, hace algún tiempo que ocupé una butaca en el Teatro San Martín para ver, entre otras cosas, la versión que el TET hizo de El aniversario de Chéjov. Para mi asombro, advertí que la puesta en escena de Orlando Chirinos e Ignamar Malavé coincide en muchos aspectos con aquélla. Este decepcionante descubrimiento no sólo deja entredicha la originalidad de la pieza―casi nula si consideramos, por ejemplo, el mismo recurso del avance de las agujas del reloj y el lento movimiento de los actores para ilustrar el paso del tiempo―, sino que pone de manifiesto la influencia de una propuesta totalmente distinta a la que habría surgido de no ser por la injerencia de un asesor fiel a sus inicios actorales. Al indagar sobre otras similitudes―como, por ejemplo, la persecución en círculos durante la cual cada personaje se detiene, momentáneamente, para decir algo al público―, se me dijo que eso era idea de los co-directores, lo cual oí con incredulidad, dadas las muchas semejanzas.
Sea como fuere, no digo que los co-directores hayan tenido la intención de copiar la puesta en escena del TET―ambas funciones tenían diferencias―, pero la presencia de las similitudes debiera alertar a los futuros directores sobre los límites que debieran poner a la influencia externa en su trabajo. Seguramente tomaron las sugerencias de su asesor sin saber la relación que ellas tenían con una representación anterior, mas no por ello dejan de ser responsables por las decisiones que tomaron. La falta de experiencia los ha hecho víctimas de una merma de originalidad sin que ellos mismos lo supieran, y creo que ya va siendo hora de que―sin que ello vaya en detrimento de los mentores que puedan ayudarnos en el camino―los estudiantes de cualquier manifestación artística desmitifiquemos las vacas sagradas que pululan los pasillos de nuestras instituciones y a quienes tanta pleitesía se rinde.