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Monday, July 9, 2007

"El aniversario" de Antón Chéjov

La tarde del sábado, en la Escuela Nacional de Artes Escénicas César Rengifo, asistí a la representación de El aniversario de Antón Chéjov, una de las funciones de graduación que, todos los años, ofrece esa casa de estudios al público general. El elenco estaba conformado por un grupo de estudiantes que cursa el último año de estudios teatrales y de cuya participación depende la culminación de su formación artística.
La escenografía era simple y cumplía su cometido. En el lateral izquierdo, en primer plano, un escritorio sobre el cual reposaba una vieja máquina de escribir rodeada de papeles y carpetas apilados, desde donde Jirin intentará en vano redactar el informe del banco que habrá de leer su jefe en su importante discurso con ocasión del aniversario de la empresa. En el centro, en segundo plano, el austero escritorio de Shipuschin, sobre el cual reposaba un reloj que daría cuenta del paso del tiempo en la obra. A la derecha, en primer plano, un sofá y, en el fondo a la derecha, tras una cortina, el escritorio de la secretaria.
La tensión de Jirin se sintió desde el principio. Al momento de la entrada del público, el personaje―interpretado por Jesús Das Merces―, de pie junto a su escritorio, fruncía el ceño, inmóvil, mientras observaba, al parecer un tanto irritado, la entrada de los espectadores que, torpemente, buscaban sus asientos. Tuve la sensación de que nuestra llegada le importunaba, lo cual venía muy a cuento para el argumento de la pieza. La sólida caracterización de Das Merces ilustraba su interpretación, nada desdeñable, del peculiar Jirin. El cuerpo encorvado, con pausados y temblorosos ademanes de agotamiento, mascullando entre dientes sus arengas en voz baja con un remoto acento español mitigado por el calor del trópico―como el de un inmigrante que llegó de ultramar hace años y aún no pierde del todo el modo de hablar de la madre patria―, cogía una taza de café, con mano trémula, como a punto de sufrir un colapso nervioso, y transmitía con lenguaje corporal elocuente toda la inmundicia de su exasperante situación. Una transformación notable para un joven actor, cuya índole y carácter son tan de otra naturaleza, que expresó de modo interesante el espíritu del irritable Jirin. Salvo algún que otro momento en que trasgredió la lentitud del ritmo del personaje―por ejemplo, el instante en que se apresuró para devolver a Merchútkina el zapato que se le había quedado―, Jesús Das Merces ha demostrado potencial histriónico.
No así los otros actores del reparto, me temo, a excepción, tal vez, de Thalia Estrada, en quien, sin embargo, se advertía una brecha entre la edad e índole de su Merchútkina y el cuerpo que la encarnaba. A ratos era evidente o bien la presencia de la actriz joven fingiendo una edad y un talante que le eran ajenos, o bien una caricaturización nada feliz de una anciana pedigüeña. Me habría gustado ver a una Merchútkina que importunase sin despilfarrar tanta energía. Una Merchútkina que hiciera desesperar a los otros personajes sin querer ser fastidiosa, sino que la sutil insistencia hiciera el trabajo por sí solo. Ello lo habría logrado una actriz con mayor experiencia y conocimiento de los mecanismos intrínsecos que rigen la interacción de los personajes. Además de las dificultades que tuvo Estrada para adueñarse de la voz de su personaje―que, por lo demás, no era distinta del lugar común de la anciana de timbre chillón que el cine y la televisión han divulgado como estereotipo―adolecía de afectación en demasía, al tiempo que, mientras algunos de sus ademanes insinuaban el lenguaje corporal de una mujer mayor, a menudo se desplazaba por el escenario con la energía de alguien mucho más joven. Inconsistencias como éstas, a la par de un ímpetu acaso excesivo que delataba su intención de ser graciosa a como diera lugar, no sólo le restaban fuerza a la interpretación de Thalia Estrada, sino que hacían de la presencia de Merchútkina un evento anecdótico, a lo sumo, en lugar de la peripecia o turning point que contribuye a llevar la pieza hasta el paroxismo, como pretendió Chéjov. Si la insoportable insistencia de Merchútkina colmó el límite de la paciencia de Jirin y Shipuschin, no fue tanto por la interpretación de Thalia Estrada por sí sola, sino por la reacción de sus compañeros actores. Puesta en manos de compañeros que reaccionasen con menos vehemencia, Merchútkina apenas habría sido una piedra en el zapato de sus contrafiguras.
El Shipuschin de Rafael Calleja dejó mucho que desear. No hubo caracterización alguna que mostrase a un director de banco. Se veía demasiado joven en escena, un tanto fuera de su pellejo; en una palabra, una interpretación de colegial. Para colmo, el saco que llevaba le quedaba grande, haciéndolo ver como un chiquillo que ha entrado a hurtadillas en el guardarropa de su padre para probarse algunas prendas y jugar a ser grande. Su lenguaje corporal y energía eran de una adolescencia tal que hacían su interpretación inverosímil, por decir lo menos. No emanaba ni la autoridad ni el donaire de la investidura del personaje y, junto a Jirin―especialmente en los momentos en que éste le hablaba en tono amenazante―parecía un niño de pecho.
Yolimar Paiva, quien hacía el papel de Tatiana, ha dado una clase magistral de todo cuanto no se debe hacer en materia de dicción. Además de que no se le entendía una palabra de cuanto decía―los pocos que siguieron mejor el hilo de sus parlamentos conocían el texto de Chéjov―, hablaba de modo tan veloz y monótono que casi no hacía énfasis en frases que lo ameritaban. Naturalmente, si a esta ametralladora de palabras se le suma el ridículo y exagerado contoneo que mantuvo durante toda la pieza―incluso cuando no se desplazaba en escena―y la corpulencia de la actriz, era de esperar que Tatiana se quedara sin aliento, como en efecto ocurrió no pocas veces, lo que, en conjunto, resultó en un desastre. Jamás he visto semejante disparate, de lo cual, sin duda, son responsables los directores Orlando Chirinos e Ingnamar Malavé. A la salida, al preguntarle a Chirinos sobre la dicción de Yolimar Paiva, dio muestras de no entender lo que le decía y se excusó diciendo que, como él conocía el texto, no se había dado cuenta. ¡He aquí a un co-director que no le da importancia a este grave problema sólo porque conoce el texto! En otras palabras, he aquí a un co-director que no sabe ponerse en el lugar de los espectadores.
Conviene decir alguna cosa más respecto a los co-directores, pues su condición de estudiantes no los exenta de ser responsables de sus errores, que por abundantes que fueron, no me detendré aquí a comentar pormenorizadamente, salvo uno en particular. He sabido por los actores―pues su nombre no aparece en el programa de mano―que la dirección de la pieza fue asesorada por el profesor Arnaldo Mendoza, otrora miembro del Taller Experimental de Teatro (TET). Pues bien, hace algún tiempo que ocupé una butaca en el Teatro San Martín para ver, entre otras cosas, la versión que el TET hizo de El aniversario de Chéjov. Para mi asombro, advertí que la puesta en escena de Orlando Chirinos e Ignamar Malavé coincide en muchos aspectos con aquélla. Este decepcionante descubrimiento no sólo deja entredicha la originalidad de la pieza―casi nula si consideramos, por ejemplo, el mismo recurso del avance de las agujas del reloj y el lento movimiento de los actores para ilustrar el paso del tiempo―, sino que pone de manifiesto la influencia de una propuesta totalmente distinta a la que habría surgido de no ser por la injerencia de un asesor fiel a sus inicios actorales. Al indagar sobre otras similitudes―como, por ejemplo, la persecución en círculos durante la cual cada personaje se detiene, momentáneamente, para decir algo al público―, se me dijo que eso era idea de los co-directores, lo cual oí con incredulidad, dadas las muchas semejanzas.
Sea como fuere, no digo que los co-directores hayan tenido la intención de copiar la puesta en escena del TET―ambas funciones tenían diferencias―, pero la presencia de las similitudes debiera alertar a los futuros directores sobre los límites que debieran poner a la influencia externa en su trabajo. Seguramente tomaron las sugerencias de su asesor sin saber la relación que ellas tenían con una representación anterior, mas no por ello dejan de ser responsables por las decisiones que tomaron. La falta de experiencia los ha hecho víctimas de una merma de originalidad sin que ellos mismos lo supieran, y creo que ya va siendo hora de que―sin que ello vaya en detrimento de los mentores que puedan ayudarnos en el camino―los estudiantes de cualquier manifestación artística desmitifiquemos las vacas sagradas que pululan los pasillos de nuestras instituciones y a quienes tanta pleitesía se rinde.

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